21.1.11

Museo culinario bajo 'ora et labora'

El monasterio de Samos, donde viven 14 monjes benedictinos, abrirá en primavera varias celdas dedicadas a explicar la historia de la cocina gallega
De las pequeñas obras para acotar los ríos y crear sencillos criaderos de truchas y anguilas, a la extensión de los castaños y viñedos o la introducción, entonces privilegiada, del chocolate en ayunos y vigilias: la existencia de un monasterio marcaba no solo la manera de comer -en el interior de los cenobios hubo siempre más abundancia que fuera- sino también los cultivos, el comercio y la disponibilidad de la tierra. Los 14 monjes que habitan el monasterio de Samos (Lugo) se dicen guardianes de la tradición del buen comer, siempre lenta y laboriosa, y tal vez por eso han sido elegidos para acoger el que será el primer museo de artes culinarias de Galicia. El pasado fin de semana, el prior de la abadía, José Luís Vélez, firmó con la Academia Galega de Gastronomía un convenio de colaboración que tomará forma cuando esta misma primavera estén listas las tres celdas que los religiosos han cedido para la obra.
Conseguido el espacio, solo queda reunir los fondos. En la abadía de Samos, que cuenta con una importante biblioteca venida a menos por la desamortización de bienes eclesiásticos de 1836, quedan pocos tratados de cocina, pero sí mucha memoria. "Igual que en una familia, las recetas han ido transmitiéndose de generación en generación", presume el prior. En Samos se conservan, con mayor o menor secreto, fórmulas para guisos, postres, tisanas y licores -el Licor Pax, conocido por sus efectos contra el catarro y elaborado hasta el incendio de 1951 en la destilería del monasterio, después fuera para ahuyentar el peligro.
Como el objetivo de la Academia Galega de Gastronomía es reunir la máxima cantidad de documentos y utensilios históricos sobre la cocina gallega, los promotores del museo acudirán también a donaciones privadas para completar las colecciones. Buscan desde vajillas a aperos de labranza o instrumentos de cocina para enseñarle a los visitantes cómo ha ido cambiando la alimentación de los gallegos a lo largo de los años. Pero más allá de los manjares suculentos, tanto los monjes como los estudiosos quieren poner el acento en la tierra y el mar o, lo que es lo mismo, en la agricultura, la ganadería y la pesca, las artífices de que se llenaran las despensas de los más afortunados. "Todas esas actividades tienen como fin la comida. Los urbanitas no conocen muchas de esas cosas", dice Francisco García-Bobadilla, vicepresidente en Lugo de la Academia Galega de Gastronomía y ex presidente de Paradores Nacionales, que lamenta la visión restrictiva de que se ha instalado entre los teóricos del buen comer: "Está muy de moda estudiar la gastronomía una vez que llega al plato".
Pero en Samos, expone el prior, saben tanto de la degustación como del trabajo previo. La selección de semillas, el cultivo, la recogida de la cosecha o los intercambios de alimentos para poder comer, tierra adentro, pescado de mar, nunca fueron ajenos a esta comunidad, regida por la regla de San Benito desde el siglo X. "En Samos, los monjes hicieron extensiva la plantación de castaños, centeno, trigo y viñedos. Había que alimentar a los colonos, los peregrinos y los monjes", argumenta Vélez. Al igual que otros cenobios, como el de Celanova o Sobrado dos Monxes, el de Samos logró hacerse con un coto marítimo en O Grove para garantizarse el consumo de productos del mar. Y en el siglo XVII, los monjes empezaron a beber el chocolate llegado del Nuevo Mundo. "Era un producto calorífico, soluble, muy nutritivo, bueno para pasar la Cuaresma", explica. A la vez que la despensa del monasterio se llenaba de productos exóticos, los monjes apuraban el ritmo en las herrerías del propio cenobio, origen también de los útiles necesarios para cultivar y cocinar. La regla benedictina, con su máxima de ora et labora, hizo posible la innovación en el plato: la comida viene siempre del trabajo.
Hoy, la comida en Samos sigue siendo lenta - "la forma de vivir impone la forma de comer", dice el prior-, pero ya no existe la figura del monje cocinero. Hace 47 años, el abad, consciente del trabajo que suponía alimentar a los religiosos y a la vez atender la escolanía del monasterio, pidió ayuda a unas monjas benedictinas de León, que desde entonces cocinan para la abadía. Lo que sí se conserva es una cocina del siglo XVI, sin uso desde la desamortización de Mendizábal, que los monjes tuvieron que sacar fuera del recinto para evitar incendios. Ahora la idea es restaurarla para incorporarla al futuro museo.

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